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EG #2 EL VACÍO


Amanda era una chica bastante alegre. A sus 16 años siempre había sido un pilar importantísimo para su madre. La muerte de su padre sacudió a su madre de una forma brutal, haciendo que incluso casi perdiera su empleo. Fue gracias a Amanda que consiguió salir adelante. Tenía una hija, necesitaba estar bien por ella. Y encima su hija le ayudaba en todo, a pesar de sus 7 añitos. Incluso cuando encontró un hombre con el que quería rehacer su vida, Amanda se alegró muchísimo por su madre, y rápidamente quiso celebrarlo, empujando un poco a toda la familia para festejar el enlace.

En el colegio, Amanda era conocida y famosa por su jovialidad. Era muy amiga de sus amigos, y del resto era una muy buena compañera. Prestaba los apuntes, ayudaba en los recreos a estudiar. Estudiaba como pocos, teniendo la nota mayor de su clase (y las de su curso) Quería ser médico. Le gustaba ayudar a la gente. Quería dejar marca en el mundo en el que vivía, y ayudar a la gente le parecía la mejor opción.

Por eso a todo el mundo le sorprendió aquella mañana que Amanda se suicidó tirándose por la ventana de su casa, que se situaba en un cuarto piso.

EG #1 UNA NUEVA VIDA

Aitor estaba alucinado. Por fin estaba en Madrid. A sus 17 años iba a entrar en la universidad para estudiar biología, y acababa de llegar a la capital directo de su pueblecito, Corcos, situado en la provincia de Valladolid.

Eran pocos habitantes los que poblaban su ciudad natal, y por culpa del éxodo de las familias a las ciudades tampoco quedaban muchos jóvenes como él. Arturo, su mejor amigo, se había mudado a Madrid un año antes por el mismo motivo, así que animado por éste, decidió mudarse al mismo piso que él. Estaba muy emocionado. El tren por fin se detuvo en el andén de Atocha. Cogió su maleta y salió al andén. Se dirigió a la salida y allí encontró a Arturo, todo sonriente.

¿Había crecido? No podía asegurarlo, pero le notaba diferente. Arturo siempre había sido algo más alto que él, a la par que bastante más delgado. El pelo siempre lo llevó despeinado y algo largo, ya que en el pueblo pasaba de que su madre le pasara la máquina de cortar el pelo y le dejara todo por igual. Decía que parecía que le trataban como una oveja. Apenas se preocupaba por su aspecto y usaba la ropa según la cogía del armario sin orden ni concierto. Ahora no parecía el mismo. El pelo lo llevaba corto, pero de punta. Se había dejado una ligera barba y estaba más fuerte. Por internet le había comentado hace tiempo que se había apuntado a un gimnasio. Sí, estaba cambiado, y es que hacía mucho tiempo que no le veía, porque había pasado de ir en verano al pueblo a hacerles una visita. Parecía mayor. A años luz de él.

-Hombre, capullo, ya estás por aquí- dijo Arturo sonriendo mientras le pegaba una colleja a Aitor y lo engullía en un fuerte abrazo.
-Sí, gilipollas, y no me des otro motivo para irme de nuevo al pueblo- contestó mientras se rascaba el lugar del golpe. Siempre había tenido la manía de pegarle collejas y Aitor siempre lo había odiado- No empieces que al final te las voy a devolver y te vas a enterar.
-Macho, cómo estamos.
-Perdona Turo, el viaje. Estoy cansado. Y estoy de los nervios. Mañana empiezo la universidad.
-Sí, menuda mierda. Cada año empezamos antes -añadió con un tono de cansacio y asco-
-Pues tengo ganas.
-Pues eres tonto.
-Y tú un capullo.
-Anda vamos -dijo pegándole un tirón de la manga-

Ambos se dirigieron hacia la entrada de Metro de Atocha Renfe. Arturo pasó los tornos con su abono y Aitor tuvo que andar sacando el billete. Esa misma tarde sacaría el Abono Transportes. Era una buena forma de despreocuparse por el transporte: pagando un abono zonal de forma mensual, podías hacer uso de la red de Metro, trenes y tranvías de toda la Comunidad de forma ilimitada.

Ambos entraron en el Metro. Iba lleno de gente. Aitor se preguntó si toda la gente de su pueblo podría caber en un vagón. Pensó en Eulalia, la vecina. Esa señora tendría que ir sentada, y si no había sitio, pegaría un bastonazo a quien fuera por conseguirlo. El señor Juan y su mujer, la señora Elvira irían hablando de todos los usuarios del Metro. Bueno, Juan escucharía, Elvira hablaría sin parar, y cuando se diera cuenta de que su esposo no le hacía caso, utilizaría su muletilla “¿verdad?” a lo que Juan contestaría afirmativamente y ella seguiría hablando. Arturo y Aitor habían hecho muchos chistes con esta pareja cuando eran dos críos.

Su pueblo. Su casa. Su familia. Sus padres. Aitor tenía ganas de irse de casa para hacer un poco su vida. Pero también le daba pena. Era hijo único y sus padres habían intentado darle siempre todo lo que pudieran. Su padre era agricultor, y su madre cuidaba de unas cuantas ovejas que tenían. Él en sus ratos libres había ayudado en casa, pero no le atraía mucho el trabajar allí. Él quería saber más acerca del milagro de la vida, quería ser biólogo. Y quería algo de independencia y privacidad. Quería aprender a vivir por sí mismo. Quería conocer gente y echarse novia. O quizá no quería novia, pero quería estar con chicas, esa especie que tan poco abunda en su pueblo (tampoco abundan los chicos, pero este punto le interesaba bastante menos) y de la que tan poco sabía... no había estado nunca con ninguna de forma íntima. Y el vivir con sus padres en un pueblecito pequeño rodeado de más pueblos pequeños viendo siempre a la misma agente no ayudaba nada. Y en ese vagón de Metro ya había un par de chicas que hubiera querido saludar.

-Te quedas empanado mirándolas...-señaló Arturo.
-¡Ehhh! ¿qué?
-Sí, tú disimula, salidorro. ¿Te has estrenado ya?
-No me apetece hablar de eso, y menos en el Metro delante de tanta gente... y no sé para qué preguntas si ya conoces la respuesta.
-Jajajajaja, aissss, qué tierno eres. No pasa nada, ya verás como aquí conoces a alguna que te ayude con ese tema. Yo conseguí ligarme a una a los dos días de instalarme aquí. Y al día siguiente estuve con un tío. Y luego...
-Para, para... ya sé cómo eres. No hace falta que me restriegues todos tus éxitos.

Y es que Arturo era un ligón. Decía que para él no existían hombres o mujeres, todo el mundo era susceptible de caer en sus manos. Y caían. Su físico había mejorado desde que llegó a Madrid y eso le ayudó a hacerse popular en su facultad, la de derecho. Era bastante famosete. Y cuando salía de juerga... pues tampoco le hacía falta mucho para conseguir compañía.

Después de un trasbordo en la estación de Sol, la cual parecía muy grande y llena de pasillos, se dirigieron a la línea 3 de Metro y llegaron a Argüelles. Saliendo por la calle Princesa, se dirigieron a una de las calles que la atravesaban. A pesar de ser septiembre y de que la temperatura era bastante agradable, el día estaba nublado y alguna gota caía de vez en cuando. Dos calles más adelante y un par de giros más, llegaron al apartamento donde iba a vivir durante todo el curso. Vale, desde fuera parecía un edificio antiguo, pero por dentro el portal parecía de lujo. Hasta tenían portero.

Una vez entraron en el piso. Arturo comenzó a enseñárselo.

-Mira, esta es la entrada..
-Obvio.
-Calla, capullo. Por este pasillo llegamos al resto de habitaciones. Mira, a la derecha la cocina, la siguiente puerta el baño. Cada dos días uno de los dos lo tendrá que limpiar el váter y la ducha, pero quiero que lo dejes todo bien limpio cada vez que lo utilices, que espero que sea cada día.
-Ni que fuera un perro.
-Al fondo está el salón. Como ves hay tele, pero el mando es mío. A no ser que yo no esté o esté en mi cuarto... que entonces será tuyo. Ahí tengo la consola, antes de encenderla pide permiso -Aitor puso cara de tonto- Es broma, juega cuando quieras. La terraza está en el salón. Allí tendemos la ropa. Y si fumas... ¿fumas?
-No, ya lo sabes.
-Ah, vale, si fumaras o te traes a casa a alguien que fume, que lo haga fuera. No quiero olor a tacabo en casa. Me da dolor de cabeza. Y sí, puedes traerte a quien quieras.
-Ok.
-La primera habitación a la izquierda según entramos será la tuya. Ahora tiene una cama, mesilla, armario y escritorio.
-Sí, el próximo fin de semana se vienen mis padres con unas cuantas cajas. El portatil lo he traído.
-Eso, internet. Tenemos. Pero no te comas todos los megas bajando pelis y en porno, que yo también quiero usarlo. Y éste otro es mi cuarto... y picadero. ¿Ves? Todo ordenado. Pero vaya, aquí no creo que entres mucho... bueno, si quieres algún condón los tengo aquí, pero luego los repones.
-Tío, estás obsesionado con el tema eh.
-Ya, claro. El caso, si ves esta puerta cerrada, no entres -guiñando un ojo.

Dejaron las maletas. Puso el portátil en la mesa y lo abrió. Abrió Twitter y puso “Ya estoy en mi nueva casa”. Arturo pegó una voz. Iban a salir a comer a algún restaurante de comida rápida ya que no había nada en la nevera, tendrían que hacer la compra por la tarde.

Ambos iban andando por la calle debatiendo si comían hamburguesa o pizza. Aitor no estaba muy acostumbrado a comer en restaurantes de comida rápida, sólo en ocasiones contadas, así que a pesar de saber que la comida no era muy sana, le hacía ilusión. Estaba encantado con todo, desde estar en Madrid a vivir con su mejor amigo.

Pasaron por delante de un estanco y pensaron que era buena idea sacarse el abono en ese momento. Entraron y a los 10 minutos salieron con el preciado título que daba a Aitor el derecho de usar el transporte público de toda la ciudad sin restricciones. Menuda foto más horrible había puesto en el cartón.

Aitor era un chico de un metro setenta y poco. Siempre había sido más bajo que su amigo. Y siempre había ido creciendo más tarde que él. Siempre intentó pensar que era porque le sacaba un año, pero él era consciente de que no era sólo por eso. Tardó más en pegar los estirones. Tardó más en cambiar la voz. Tardó más en afeitarse. Ni siquiera a día de hoy podía decir que tenía barba. Siempre se vió en el espejo como un pequeño, gordito y paliducho chaval con el pelo rubio oscuro y alborotado por culpa de sus irregulares rizos. Además tenía miopía y necesitaba llevar gafas. No se consideraba feo, pero tampoco se consideraba guapo, y siempre se sintió como si hubiera estado una paso por detrás de su amigo. Pero no le importaba gran cosa. Pero ahora sí. La foto de la tarjeta naranja que iba a compañarle durante una temporada era horrible. Parecía que salía con una mueca que le hacía parecer un friki.

-Turo, vaya foto más horrible que me han puesto
-Jajaja, como tú eres. Y deja eso, anda, cruza ahora que no vienen coches.

Y ambos empezaron a andar rápido para cruzar la calle. No venían coches. Y Aitor seguía mirando la foto. Tropezó y se le cayó el ticket. Se agachó a por él. Con lo que vale, como para perderlo.

Un coche giró y se metió en la calle, a pocos metros de Aitor. Arturo pegó un tirón de él y apenas le dio tiempo. Ambos cayeron en el carril contrario, por el que venía un coche deportivo a toda velocidad. El coche los embistió. Aitor notó el sabor de la sangre en su boca. Y el olor en su nariz. Oyó gritar a Arturo por un momento.

Ambos cayeron muertos al suelo.

EPÍLOGO y PRÓLOGO


En un oscuro callejón estaba apoyada contra una pared. Sus manos inmóviles acariciaban el frío y húmedo suelo. La noche había caído y sólo quedaba ella. El tiempo debía de estar a punto de llegar a su fin. No podía más. No podía correr. Ni siquiera podía levantar una de sus manos para limpiar la sangre que le goteaba de la nariz. Lloraba. O quizá era la lluvia. Ni idea. No lo podía saber. Aunque no fueran lágrimas, las ganas de llorar estaban presentes.

Tos. Todo el pecho le duele. Puede que tenga un par de costillas rotas. O quizá más. No podía saberlo, pero tampoco importaba ya. Un hililo de sangre cuelga de su boca al toser. Es consciente de su mal estado de salud. No puede quedar mucho tiempo, debe de sonar el pitido pronto. No aguantará mucho más sin desmayarse. Pero qué más da que se desmaye, aunque estuviera consciente no podría defenderse tampoco. Pero sí morir mirando a la cara a quien la mate. Quizá tenga algo de humanidad y se apiade. Qué tontería, sabe que no. Sabe que han sido ellos quienes han atacado primero y que no tienen perdón. No hay razón para que se apiaden de ella, igual que no había razón para atacar. Es una guerra absurda por un motivo desconocido. No es justo. Tos.

Cierra los ojos. Ve a su hermano. Su hermano muerto. Tos. Ahora ve a sus compañeros morir uno a uno. Algunos asfixiados. Otros golpeados hasta el fin. ¿Por qué? Ha sido un infierno. Y todo parecía que iba bien. Eran mayoría. El primer golpe lo asestaron ellos. Todo iba bien hasta que la cosa comenzó a ir más rápido. No lo esperaron. Aparecieron muchos y ya no hubo tiempo de atacar. Sólo defenderse. Defenderse de una amenaza que les rodeaba y que era imposible de evitar ni bloquear. Estaban perdidos. Ella lo sabía y por eso huyó en cuanto pudo. No fue un acto de cobardía, fue el instinto de supervivencia. Intentó esconderse por los callejones, pero los enemigos eran muchos y rápidos. La rodearon mientras corría. Golpe en un costado. Costilla rota. Pero seguía corriendo jadeando. Golpe en un pie. Esguince de tobillo. No podía más, así que disparó su arma contra un edificio y los cascotes que cayeron junto con la lluvia que había empezado a caer sepultaron todo. Consiguió salir casi ilesa y siguió corriendo, escondiéndose. Pero sabía que no podía ir muy lejos. El espacio que podía utilizar estaba limitado y no podía ir más lejos. Así que esperó. Agazapada. En un oscuro callejón, entre cartones, cubos de basura y cajas rotas.

Y allí estaba, tirada en el suelo esperando que llegara el fin. El suyo o el de todo el “juego”. No sabía qué iba a llegar antes, pero oía explosiones de fondo. Su vista se empezó a nublar, pero bajo una farola cuya bombilla parpadeaba volvió a ver la pesadilla. Una esfera del tamaño de una naranja había caído en la entrada al callejón. No. No debía faltar tanto tiempo. Necesitaba unos minutos más. La suerte jugaba en su contra. Intentó incorporarse, pero se dio cuenta que su brazo izquierdo estaba roto. Un dolor lacerante sacudió todo su cuerpo. No podía más. Su espalda volvió a chocar contra la fría y dura pared. El golpe fue como un latigazo. Su traje ya no servía, no la protegía.

La pequeña esfera empezó a rodar en su dirección. Cada vuelta que daba, lo hacía más rápido. En pocos segundos la bola estaría encima de ella, golpeándola hasta matarla o intentando introducirse por la boca hasta asfixiarla, como a los demás compañeros.

Todo ocurrió muy rápido. La bola se despegó del suelo y fue a parar contra su cabeza. El golpe hizo que además se golpeara contra la pared. Dos impactos de tal magnitud en el cráneo podían ser fatales. Cayó al suelo y se giró sobre sí misma. La bola volvía al ataque, esta vez iba directa a su boca. Puso su mano en la trayectoria. El impacto fue brutal y cayó al suelo. Justo entonces oyó un pitido. ¿El golpe le había afectado al oído? No, era el pitido del final. O eso creía.

Sacando fuerzas de donde apenas tenía, se levantó como pudo con la esperanza de que el pitido fuera el final. El dolor de todo su cuerpo era insoportable. Nunca había llegado a imaginarse que morir doliera tanto. Pero ahora ya no tenía intención de morir. Sólo necesitaba unos segundos. Se puso en pie y echó a correr. Corría como si su vida dependiera de ello. ¡Qué tontería, es que lo hacía! El dolor no era suficiente en estos momentos como para hacer que tirara la toalla. La tos y la sangre que salía de su boca y de su nariz la ahogaban. Deseó haber muerto mientras esperaba el fin y ahora mismo no tendría que correr por su vida luchando contra el inmenso dolor. La bola iba cogiendo cada vez más velocidad y se lanzaba hacia ella cada vez con más fuerza. Golpe en la espalda. Suelo. Toda la cara raspada. Sus manos llenas de sangre. La bola volvió hacia ella. Ya sí que no tenía fuerzas para levantarse, así que se encogió e intentó taparse la mayor parte de los puntos vitales mientras recibía decenas de golpes brutales.

Calma.

Poco a poco todo se desvaneció. El ruido. Los golpes. El dolor. La oscuridad. Ahora había luz. O eso parecía. No sentía la humedad en su cuerpo ni en su pelo, que caía suavemente por sus hombros. No sentía el dolor de las costillas rotas. Nada. Abrió un ojo. Sí, había luz. Una luz que le era familiar. Sintió la calidez de estar en un sitio seguro. ¿Estaba de verdad en ese lugar tan bien conocido por ella? Mientras se incorporaba se tocó la cara. No era suficiente. Con la uña se arañó. Sí, dolía. Estaba allí de verdad, en el suelo de aquella sala. Una lágrima brotó de sus ojos. Cerró el puño y golpeó el suelo. Partió una parte de las tablas que forraban el suelo del piso. La rabia y la impotencia se apoderaron de ella, y mientras apretaba los dientes y las lágrimas salían de forma silenciosa, juró que esto no había acabado.
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